Roberto Zunino divisa de nuevo a través del parabrisas de su camioneta el tractor de La Payanca inmóvil. También puede ver las luces de la finca encendidas aunque es pleno día. Esta situación, que se repite desde hace unos días, preocupa a Roberto, que tiene un mal presentimiento, pero no se atreve a ir solo a comprobar si todo va bien. Al regresar a su propia finca, vecina de La Payanca, llama por teléfono a un conocido para que le acompañe.
Juntos se acercan en coche a la casa principal de la finca. Nadie sale a recibirlos y no se aprecia ninguna actividad en el lugar. Los dos hombres aparcan el coche y el silencio, poco habitual en un lugar de trabajos agrícolas como aquella finca a las afueras de General Villegas, ciudad al noroeste de la provincia de Buenos Aires, les abruma. El propio Roberto reconocería más tarde que “el ambiente que había nos asustó. Olimos algo feo y fuimos a buscar a la policía”.
Cuando el 8 de mayo de 1992 dos agentes llegan a la finca de La Payanca lo primero que perciben son dos coches aparcados frente a la casa. Uno de ellos, un Peugeot 504 perteneciente a la dueña de la finca tiene los cuatro neumáticos pinchados. El otro, una camioneta Chevrolet, está intacto. Por lo demás todo parece tranquilo, demasiado tranquilo, pero la tragedia aguarda silenciosa al otro lado de la puerta principal.
Allí, en el salón de la estancia, los agentes encuentran el primer cadáver. Se trata de María Esther Etcheregui de Gianoglio, la dueña de La Payanca. En su cuerpo hay dos balazos, uno en las costillas y el otro en la cabeza. Al caer ha tirado la mesa donde estaba situada la televisión.
A su lado, junto a la mesa caída, está su hijo José Luis “Cascote” Gianoglio. Su muerte ha sido diferente, pues su cara y su cabeza han sido golpeados con brutalidad, no queda claro si con una barra de hierro o con una cachiporra. También le han disparado en dos ocasiones. Una de las balas atravesó su cráneo acabando su mortal viaje en la pared. La segunda se quedó alojada en la axila del joven de 22 años. La billetera de José Luis, tirada cerca de su cuerpo, está vacía.
La casa está revuelta, las cortinas arrancadas y los colchones rajados. Parece que alguien ha estado registrando todo minuciosamente quizás en busca de dinero, o sólo para despistar a los investigadores pues María Esther aún conserva los anillos de oro en sus dedos.
La pareja de policías decide entonces comprobar uno de los cobertizos cercanos y allí continúa el macabro festival. Tirado entre los colchones que usa para descansar y parcialmente cubierto con sacos se halla el cuerpo de Francisco Luna un vagabundo que solía hacer trabajos en la finca de La Payanca a cambio de alojamiento. El hombre también ha sido golpeado con saña y disparado. El único disparo que presenta el cadáver le ha reventado el paladar desfigurando su cara.
Por si el hallazgo de tres cadáveres golpeados y disparados no fuera suficientemente macabro, los agentes encuentran en ese mismo cobertizo los cuerpos de dos gatos, asesinados a golpes y colocados a propósito para que sus colas dibujen una inerte X.
Los dos policías ya han visto suficiente por ese día y deciden esperar refuerzos que les ayuden a peinar el resto de la finca. Pero estos no llegarán hasta la mañana siguiente.
Con el resto de efectivos en La Payanca las pesquisas continúan y el horror que allí se ha cometido va deshojándose a cada paso.
A unos 1.500 metros de la casa principal, se encuentra el primer cadáver del día: Raúl Alfredo Forte, de 49 años y pareja de la dueña de la finca. El cuerpo de Raúl ha sido arrastrado hasta uno de los portones para ganado de la finca después de que su cráneo fuera destrozado a garrotazos. Además de aquellos terribles golpes le han pegado dos tiros, uno en cada costado.
Casi al lado de Raúl está Javier Gallo, peón tractorista que trabajaba en La Payanca. El hombre era el único que aparentaba haber tratado de defenderse pues uno de los disparos que acabó con su vida le había atravesado el antebrazo, yendo a parar a su ojo. El otro balazo le acertó en la cabeza.
Cerca de los cadáveres hay una barra de hierro de 90 cm de largo, 6 de diámetro y unos 10 kg de peso. Parece que los asesinos, pues todo apuntaba que aquello no había podido ser perpetrado por una sola persona, no tenían problema en dejar pistas tras de si, aunque como veremos más adelante, eso no ayudó mucho a los investigadores...
La cuenta de cadáveres asciende ya a cinco. Los policías están desconcertados por toda aquella barbarie y aún así queda algo más por encontrar y es que a unos 250 metros de Raúl y Javier, metido entre el maizal se halla el último cuerpo, el de Hugo Omar Reid, joven carpintero que había sido contratado para hacer unas reformas en el techo de la casa. A Hugo le han asesinado de dos balazos en la cabeza mientras trataba de huir. A unos 30 metros de su cuerpo se encuentra un bolso con sus pertenencias.
Hasta aquí el recuento de los cadáveres, que al parecer llevaban al menos una semana allí debido al estado de descomposición en el que se encontraban. Llegaba ahora el momento de recoger las pruebas, pero como en tantos otros casos la investigación había comenzado torcida. El trasiego de policías desde un comienzo había destruido pruebas, que además estaban contaminadas o perdidas de antemano pues entre la supuesta fecha de los crímenes y su descubrimiento la zona había sido azotada por dos tormentas. Esto había acelerado también la descomposición de los cuerpos.
Aún así los investigadores encuentran chicles mascados y colillas de cigarros junto a algunas de las empalizadas de La Payanca, además de la barra de hierro que se mencionó antes. No muy lejos de la casa principal había una botella de whisky vacía y en una de las construcciones de la finca, que llevaba años abandonada, se encontró una silla, una mesa con una vela, un jabón y el aerosol de un broncodilatador para asmáticos. A pesar de todas estas evidencias, y una pisada del número 42 encontrada cerca del cadáver de Francisco, los policías solo fueron capaces de encontrar un huella sobre la puerta de entrada de la casa principal, que además no servía de nada pues pertenecía al hijo de la dueña, José Luis.
La tragedia, no obstante, no era algo ajeno a La Payanca, que ya había sido visitada por el fantasma del asesinato en 1985. La víctima entonces solo fue una, José Gianoglio, dueño de la finca y esposo de María Esther. La investigación duro poco pues el asesino confeso, Horacio Ortíz se entregó de inmediato tras llenar de balas el cuerpo de su jefe. El motivo de aquel arrebato fueron los celos pues José se acostaba con la mujer de Horacio.
El asesino fue condenado a sólo ocho años de prisión, de los cuales cumplió cinco, por lo que en 1992 ya estaba libre. Eso le convirtió en sospechoso de la masacre de La Payanca ¿el móvil? Culminar la venganza que inició en 1985 matando al cabeza de familia. Esta investigación, no obstante, duró poco, pues desde que salió de prisión Horacio Ortiz se había trasladado a otra ciudad argentina lejos de General Villegas y había numerosos testigos que allí le situaban el día de los crímenes.
Sin un móvil claro que justificara esta masacre y habiendo sacado pocas cosas en claro tras procesar las pruebas, era difícil que la investigación llevara una línea definida por lo que esta no paró de dar bandazos que no llevaban a ningún sitio.
Se habló de un robo, el de unos supuestos 50.000 pesos que María Esther había pedido como préstamo al Banco Provincia porque la economía de La Payanca flaqueaba. El problema es que este dinero aún no había sido recibido por la familia cuando se cometieron los asesinatos. Además, las joyas que había en la casa no habían sido sustraídos.
Sobre esta línea de investigación escribe Diego Zigiotto en su libro Buenos Aires misteriosa: “A los investigadores no les cuadraba la hipótesis de un robo que se hubiera complicado. Había mucho ensañamiento en las víctimas, sus rostros estaban totalmente destrozados, los cráneos hundidos, en unos cuerpos que ya habían recibido varios balazos”.
¿Pudo todo esto ser una venganza contra alguien de la finca o contra el propio Raúl Forte? Nada alrededor de la vida de las víctimas apuntaba a esta posibilidad.
Incluso el narcotráfico entro en escena y es que se llegó a decir que La Payanca servía de pista de aterrizaje para los aviones que transportaban la droga y que debido a esto se habría realizado un ajuste de cuentas. Una vez más, la falta de pruebas descartó esta línea de investigación.
Lo único que estaba claro en este caso es que la hija de María Esther, Claudia Gianoglio, era la heredera de todos los bienes de la familia. Claudia estaba casada con el galán de telenovelas Marco Estell, quien también fue tomado como sospechoso. El motivo pudo ser económico, pues los rumores decían que antes de los asesinatos Claudia y su marido habían discutido con María Esther por un piso que esta tenía en Buenos Aires. Esta discusión al parecer también habría implicado a su hermano José Luis.
No obstante, y aunque Marco Estell también fue llevado a juicio un año después por el suicidio de su anterior pareja, la policía lo tuvo claro desde un inicio: el actor no tuvo ni los medios ni la ocasión para cometer tan tremendos crímenes.
En cuento a los posibles testigos de la masacre, la misión de encontrarlos era difícil pues la finca agrícola estaba aislada en el campo. Los vecinos de La Payanca, al ser interrogados por los investigadores, declararon no haber visto movimientos extraños o preocupantes aquellos días en los caminos en torno a la finca. Además, aquella época del año era temporada de caza menor por lo que era normal escuchar disparos por los alrededores.
La presión hacia los policías aumentaba cada día que el caso seguía en el limbo. Fue entonces cuando comenzaron las detenciones y el primero en pasar por comisaria fue un ex policía, Guillermo “El colorado” Díaz. ¿El motivo? En abril de ese año había visitado a un amigo de José Luis Gianoglio para pedirle dinero prestado, este se negó y Guillermo le robó dos armas.
Para librarse rápido de la cárcel, Guillermo cantó los nombres de cuatro “sospechosos habituales”: José Alberto “Ruso” Kuhn, Carlos “Manito” Fernández, Jorge “Satanás” Vera y Julio “El loco” Yalet. La excusa para detenerlos fue que una prostituta del cabaret que frecuentaban escuchó como dos de ellos hablaban de La Payanca. Los cuatro hombres, que claramente no eran más que cabezas de turco, ingresaron a prisión en junio de 1992 y siete meses después estaban en la calle de nuevo por falta de pruebas. Al salir, los detenidos denunciaron presiones y torturas por parte de los policías, pero como tantas otras veces, esas denuncias no llegaron a ningún sitio.
Así, sin ningún detenido más, sin pistas y sin sospechosos llegamos hasta la actualidad, y en todo este tiempo los vecinos de General Villegas no han parado de pedir justicia para los asesinados, llegando a organizar hasta cien marchas de silencio que de nada han servido.
Si bien las fértiles tierras de La Payanca se siguen explotando a día de hoy y los beneficios de aquella macabra herencia siguen recayendo sobre Claudia Gianoglio, quien salvó la vida aquel día solo porque no estaba en la finca, los edificios han sido presa del paso del tiempo y del abandono pues no hay peón alguno que quiera refugiarse en un lugar marcado para siempre por aquella masacre.
Es turno ahora para saber tus opiniones sobre un caso cuya resolución jamás conoceremos ¿Cuál pudo ser el móvil del crimen? ¿pudo la policía hacerlo mejor? ¿hubieras dejado las estancias de la finca abandonadas para siempre o serías capaz de vivir en ellas? Cuéntame tus impresiones en los comentarios.
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